Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.
En el momento en que nacemos estamos enteros. A medida que vamos creciendo nos vamos partiendo en trozos, pequeños o grandes. Da igual. El caso es que nos fracturamos, nos hacemos sangre, nos desgastamos…
Al principio no nos damos cuenta: somos demasiado críos, estamos demasiado ocupados aprendiendo las reglas del mundo como para darnos cuenta de nada. Y los trozos son pequeños.
Pero a medida que uno crece, se va viendo cada vez más incompleto, más gastado. Y entonces empieza la búsqueda.
Empezamos a buscar por todas partes trozos. Trozos que sustituyan los que faltan. Buscamos con desesperación la forma de volver a sentirnos plenos, enteros.
Arrancamos, a veces a base de amor, a veces con desesperación y sin miramientos, trozos de aquello que nos llena. De personas, de paisajes, de momentos, de sueños, de deseos, de oraciones…

Porque nos sabemos incompletos, y tenemos la necesidad de volver a ser plenos, porque hubo un día en que así lo fuimos. Buscamos porque anhelamos la plenitud. Y la búsqueda constante es lo único capaz de hacernos sentir, aunque sea por un instante, llenos del todo.
Israel Barranco

Y entonces, llegó el verano.
Llegó sin avisar, después de un invierno demasiado largo y demasiado frío. Después de demasiadas lágrimas, de demasiadas peleas, de demasiados silencios. Demasiadas derrotas.
Llegó el verano en todo su esplendor. Los días se llenaron de luz. La lluvia pasó. Pasaron los miedos, las inseguridades. Pasó el dolor.
Las ventanas se llenaron de sueños nuevos, o de sueños antiguos rescatados de la basura. 
Ya no hacía frío, así que guardé, bien hondo, todos los chalecos que me aislaban del aire, todos los guantes que me impedían acariciar, todas las bufandas que escondían mi boca y hacían que pareciera inútil sonreír.

Mi vida seguía siendo la misma. Todo continuaba en su sitio. Sin embargo, aprendí a redescubrir constantemente las certezas escondidas en el camino. Andar por el pasillo de la facultad se hizo divertido. Comer allí todos los días dejó de ser una carga para empezar a ser una ventaja.
Aprendí a creer de nuevo en el amor. Rescaté lo que quedaba de mi optimismo y me vestí con él todos los días. Lo guardé junto a la pasta de dientes, para que no se me olvidara ponérmelo ninguna mañana.
Aprendí a arriesgar, y a sorprenderme por los resultados.

Aprendí a respirar profundamente el aire renovado del verano.





Utiliza la sombra. Lee, sueña, descansa. Usa tus sueños. Y si están rotos, ¡pégalos!
Un sueño roto bien pegado puede volverse aún más bello de lo que era.
M. Malzieu
No nos enseñan a morir. No nos enseñan a despedirnos de los que se mueren. Siempre ha sido un tema tabú, una consecuencia inexorable de ese “carpe diem” vacío y sintético que se nos vende constantemente en esta sociedad capitalista en que vivimos.
La muerte es lo único que llevamos bajo el brazo cuando nacemos. Sabemos que tenemos fecha de caducidad, y sin embargo, nos empeñamos en cerrar los ojos con fuerza, y repetirnos a nosotros mismos que somos inmortales. Se lo decimos a nuestros padres, para que no se preocupen si enferman. Se lo decimos a nuestros hijos, para no tener que explicarles lo que significa “morir”.
Sin embargo, es la muerte lo que dota de sentido la existencia. La conciencia de muerte lleva inherente la conciencia de vida. En el momento en que se entiende la muerte como algo tangible, posible e inesperado, se llena de contenido la vida. Empezamos a preocuparnos por dónde gastamos nuestro tiempo, con quién lo hacemos y de qué forma. Empezamos a hacer las cosas que verdaderamente queremos hacer. Empezamos a tomar consciencia de quiénes somos y de quiénes queremos ser realmente.
La sociedad empuja con fuerza al consumismo voraz. Consumimos ropa, comida, artículos de belleza y cosas para el salón de casa. Compramos compulsivamente medicamentos, y llenamos el botiquín de Paracetamol y de Ibuprofeno, para cuando nos duela el cuerpo. Consumimos relaciones sexuales y relaciones afectivas. Consumimos viajes, sueños y puestos de trabajo. Y sin embargo… ¿Qué queda? Vacío. Todas esas cosas están dirigidas a producirnos placer inmediato, a mitigar un poco ese sentimiento que pellizca la boca del estómago y nos hace preguntarnos cosas. Y nos hace buscar respuestas.

Al negar la muerte, negamos una forma de vida. De vivir la vida llenándola de vida. Como se merece.
Israel Barranco