Hay gente que está rota.
Que son imposibles de reparar. Gente a la que la vida ha
vapuleado de tal forma que las heridas son imposibles de cerrar. Gente con la
autoestima por el suelo, enterrada bajo tierra. Gente que se repite a sí misma
“no puedes, no sirves, no te mereces, no eres capaz”.
Gente que se cuelga, a la desesperada, de los brazos del
alcohol o las drogas. Callejones sin salida que solo saben llevar al mar.
A veces me siento a verlos pasar por la vida, como quien se
sienta en una estación de metro a ver pasar los viejos trenes. Los contemplo
arrastrar los pies por las aceras, encorvados de espalda y raquíticos de sueños
y esperanza.
A veces se me olvida la lógica y lo que ya sé, y me acerco.
Me dejo arribar en sus orillas, infectadas de problemas. Me descalzo y me siento
un rato, a tomar un café, o a acercarlo en el coche un par de calles. Escucho.
Y se desbordan. La vida los desbordó, y en algún momento,
dejaron de luchar por intentar reconstruir el dique. Ese fue el error.
Abandonar. Es el patrón que siempre existe, anclado al fondo del tugurio,
enterrado en la capa más antigua de la cicatriz.
A veces intento meter mano al asunto. Ofrezco todas las
luces que tengo, y las fuerzas. Me siento a hablar, a sabiendas de que ya ni
siquiera escuchan. Dejaron de escuchar a todos, a sí mismos. Fantasmas sordos al
ruido de sus propias cadenas.
Y confirmo que no es suficiente. Ya nada es suficiente para
cambiar ese perfecto equilibrio de autodestrucción. Las fuerzas que entran en
juego están demasiado enraizadas, son demasiado viejas.
Y entonces vuelvo, apenado, a mi sitio de siempre. Observo.
Y en silencio espero,
como todos,
un milagro.
ibarranco
No hay comentarios:
Publicar un comentario