La lluvia siempre tuvo ese poder. Siempre supo aplacar los
infiernos desatados.
La lluvia trae consigo esa luz apagada, fría. Las ventanas
mojadas siempre fueron excusa para la melancolía y la regresión. Quedarnos en
la cama un poco más, arropados hasta los ojos. Bendita ilusión: calientes y
acurrucados, somos capaces de hallarnos de nuevo en el útero materno.
La lluvia siempre supo desatar las tristezas, adormiladas,
que aún se agarran al estómago con dedos de fino hielo. Siempre trajo el rumor
de las gotas golpeando todo lo que no fuimos capaces de resguardar.
La lluvia siempre supo enseñarnos a apreciar las cosas
pequeñas. El café caliente. El resguardo. La luz.
Siempre viene, inevitable, a mojar el suelo. Y a tejernos el
alma con puntadas de hilo fino, que pliegan la soberbia y la autosuficiencia.
Cuando llueve, todos queremos dormir un poco más.
Parece la única forma de mantenernos a salvo del resto del
mundo.
ibarranco
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