Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

El umbral del dolor

Los seres humanos tendemos a huir del dolor.
Más allá de un simple mecanismo de supervivencia, creo que esto tiene que ver con nuestro orgullo. Queremos creernos invencibles, inmortales, todopoderosos.

Y sin embargo el dolor está ahí, cual espada de Damocles, pendiendo sobre nosotros para asaltarnos cuando tengamos la guardia baja.
El dolor es la expresión más profunda de nuestra humanidad. Es lo que desata la empatía a borbotones. Por eso cuando vemos lágrimas se nos viene abajo el enfado.
Qué curioso es llorar, ¿verdad? A nivel biológico, las lágrimas cumplen la simple función de humedecer los globos oculares para que no se dañen por la sequedad. No existe ninguna conexión entre el estado de ánimo y la necesidad de limpiar los ojos. Cuando lloramos, lloramos porque queremos, porque a nivel fisiológico es una acción innecesaria.

Y el nudo que se forma en la boca del estómago cuando vemos llorar a alguien. Inmediatamente, hemos de reprimir las propias ganas del llanto. Nos ponemos nerviosos, no sabemos qué hacer. Los humanos no somos capaces de soportar el dolor en nuestros iguales.
A veces me abrumo. Hay días que paso tanto tiempo en contacto con el dolor ajeno que, si no tengo cuidado, éste acaba por engullirme.


Tengo mis trucos. He tenido que fabricarlos.
Uno de ellos es escapar mediante el deporte. Hago deporte porque me gusta, es verdad. Pero una parte de mí hace deporte porque quizá mi cabeza necesite un espacio en el que sepa que el dolor está, por completo, controlado. Y que sirve para crecer.

Hacer deporte es doloroso si te exiges. Cuando intentas levantar un montón de peso, y tus músculos no están acostumbrados, tu cuerpo se resiente. Duelen los brazos de verdad. Se rompen las fibras musculares.
A mí me tranquiliza. Quizá cuando hago deporte me siento como todos queremos sentirnos: inmortal e invulnerable. Es echarle un pulso (literalmente) al dolor. Obligarte a aguantar un poquito más. A ejercer el dominio sobre la sensación.

Y después cojo esto, y lo aplico al resto de mi vida.

Israel Barranco

La lluvia

La lluvia siempre tuvo ese poder. Siempre supo aplacar los infiernos desatados.
La lluvia trae consigo esa luz apagada, fría. Las ventanas mojadas siempre fueron excusa para la melancolía y la regresión. Quedarnos en la cama un poco más, arropados hasta los ojos. Bendita ilusión: calientes y acurrucados, somos capaces de hallarnos de nuevo en el útero materno.
La lluvia siempre supo desatar las tristezas, adormiladas, que aún se agarran al estómago con dedos de fino hielo. Siempre trajo el rumor de las gotas golpeando todo lo que no fuimos capaces de resguardar.

La lluvia siempre supo enseñarnos a apreciar las cosas pequeñas. El café caliente. El resguardo. La luz.
Siempre viene, inevitable, a mojar el suelo. Y a tejernos el alma con puntadas de hilo fino, que pliegan la soberbia y la autosuficiencia.
Cuando llueve, todos queremos dormir un poco más.

Parece la única forma de mantenernos a salvo del resto del mundo.

ibarranco

El valle de los caídos

Hay gente que está rota.

Que son imposibles de reparar. Gente a la que la vida ha vapuleado de tal forma que las heridas son imposibles de cerrar. Gente con la autoestima por el suelo, enterrada bajo tierra. Gente que se repite a sí misma “no puedes, no sirves, no te mereces, no eres capaz”.
Gente que se cuelga, a la desesperada, de los brazos del alcohol o las drogas. Callejones sin salida que solo saben llevar al mar.

A veces me siento a verlos pasar por la vida, como quien se sienta en una estación de metro a ver pasar los viejos trenes. Los contemplo arrastrar los pies por las aceras, encorvados de espalda y raquíticos de sueños y esperanza.
A veces se me olvida la lógica y lo que ya sé, y me acerco. Me dejo arribar en sus orillas, infectadas de problemas. Me descalzo y me siento un rato, a tomar un café, o a acercarlo en el coche un par de calles. Escucho.

Y se desbordan. La vida los desbordó, y en algún momento, dejaron de luchar por intentar reconstruir el dique. Ese fue el error. Abandonar. Es el patrón que siempre existe, anclado al fondo del tugurio, enterrado en la capa más antigua de la cicatriz.

A veces intento meter mano al asunto. Ofrezco todas las luces que tengo, y las fuerzas. Me siento a hablar, a sabiendas de que ya ni siquiera escuchan. Dejaron de escuchar a todos, a sí mismos. Fantasmas sordos al ruido de sus propias cadenas.

Y confirmo que no es suficiente. Ya nada es suficiente para cambiar ese perfecto equilibrio de autodestrucción. Las fuerzas que entran en juego están demasiado enraizadas, son demasiado viejas.
Y entonces vuelvo, apenado, a mi sitio de siempre. Observo.

Y en silencio espero,
como todos,
un milagro.


ibarranco
Había una vez un barquero, cuyo trabajo era recorrer el río desde su nacimiento hasta la desembocadura buscando piedras blancas.

Aquella mañana, se levantó muy temprano, como de costumbre, y se abrigó bien. Comenzó a navegar justo cuando despuntaban los primeros rayos de sol.
Se pasó las primeras horas de la mañana escrudiñando el agua, como de costumbre. Ahí, justo al lado de la ribera, vio la primera piedra. Sin embargo, estaba muy lejos. La corriente tiraba de la barca en dirección a la otra orilla, y el barquero se dio cuenta de que remar contra corriente iba a ser un esfuerzo inútil. Ya encontraría otra piedra.

La siguiente piedra blanca estaba atrapada entre las ramas de un árbol que crecía justo en medio del río. “¡Qué curioso!”, se dijo. No era normal que un árbol creciese justo en medio de un río. El barquero se entretuvo admirándolo, y cuando quiso darse cuenta, había pasado de largo frente a la segunda piedra.
La tercera relucía, coronando una pequeña montaña de guijarros, en un recodo del río. Era preciosa, y muy grande. “Pagarán bien por ella”, se dijo el barquero. Acercó su barca a la montaña, e intentó alcanzarla con la mano. Sin embargo, estaba muy alta. Pensó en servirse de uno de los remos, pero temía perder el equilibrio en la barca, y era probable que la corriente acabara arrastrándolo río abajo, así que decidió esperar. Y así pasó con todas las piedras blancas que halló: una estaba en el nido de un pato, otra parecía muy vieja y sucia, la siguiente estaba en una parte muy profunda del río…

Y el barquero llegó al final, sin ninguna piedra. Y ya, demasiado tarde, se dio cuenta de que se había dejado arrastrar por la corriente.
Ojalá en nuestra vida no pase lo mismo que en la vida del barquero. Ojalá sepamos remar hasta donde haga falta con tal de conseguir nuestras piedras blancas.

Quien se deja llevar por las circunstancias y no organiza todas sus acciones para conseguir lo que se propone, acabará desembocando al mar con las manos vacías.


Israel Barranco