Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

Neverland.

Neverland significa volver.
Más allá de eso, significa que se ha avanzado lo suficiente como para haberse dado cuenta de que se quiere volver.

Neverland es el lugar escondido en las estrellas. Es la luz que brilla, o que brilló en su día, y cuyo círculo de luz dejó de pertenecernos cuando cambiamos. Cuando la vida nos cambió. Sin contar con nuestro permiso, sin esperar signo alguno de preparación o aceptación en nuestros ojos de niño.

Neverland significa volar. Sobre miedos, incapacidades y cegueras. Volar alto, sobre los ríos de inseguridad, que desembocan –sin excepción –en el mismo mar. Volar sobre los obstáculos, las malditas piedras de tropiezo de siempre.

Neverland siempre significó la compañía. Manos que nos hacen sentir seguros en el vuelo que alzamos, por corto o largo que sea. Sabernos a salvo, amparados por el encantamiento de cualquier hada que se preste a tal cometido.

Significa la fe ciega. La certera. La que brota, como sangre caliente e imparable, desde el núcleo mismo de la herida. Fe tan poderosa que nos eleva, nos sostiene y nos salva de las fauces de cocodrilo que amenazan engullirnos.

Neverland es el panteón sagrado erigido a la inocencia perdida. Todas las criaturas que fuimos, todos los sueños que tuvimos. Las certezas sobre lo que era lo más importante. La sabiduría del juego. La paz que daba el querer entregarse plenamente en cada cosa que se hacía.
Sentirnos a salvo. De la vida y sus golpes. De los que nos lastiman. De nosotros mismos.

Neverland es ese lugar.
Nunca Jamás. Porque, jodida ironía, uno descubre que ese lugar existía cuando ya no pertenece a él. Y, haga lo que haga, no puede regresarse. La sombra voló hace tiempo. La descosimos sin querer.
Por descuidados.
Por descuidarnos.
Por crecer.


Israel Barranco