Bienvenidos al mundo que he recorrido en mis vaqueros.
Espero que disfrutéis de las vistas.

La Pregunta

Hay preguntas en la vida que lo desmarcan a uno. O lo desenmascaran.
Preguntas que obligan a posicionarse. A elegir bando.
Preguntas afiladas como puntas de flecha, que atraviesan todo el enjambre de rodeos balbuceantes tras los que uno pudiera escudarse.
Hay preguntas en la vida que lo desmoronan a uno. O lo construyen, según se afronten.

“¿Podemos cambiar el mundo?”

Pudiera parecer una pregunta alejada de la realidad, someramente ilusa, de carácter inserviblemente idealista. Pero no.
Uno ha de enfrentarse a esta pregunta alguna vez en la vida. Y justo en ese momento se dictaminan la salvación o la condena. La de uno mismo, y la del universo.

Hay quienes contestan que no. Niegan con la cabeza, y sonríen. A medias tintas. Con un deje de lástima brotando en la comisura de los labios. “El mundo no puede cambiarse”. Y en el momento en que se elige este bando, se entra a formar parte de un equipo de negativistas, dramaturgos de pro, que viven y desviven los hechos como quien observa su reflejo en un río. Asumen, cabizbajos, la losa de la pasividad sobre sus hombros. –Y este peso acaba por romperle a uno los huesos. – Pobre gente gris, o castaña oscuro, que renuncian a las riendas de la vida. Se dejan cabalgar por otros. Son fruto de las decisiones de otros, de los planes de otros. De los intereses de otros. Asumen que el mundo, fuera, no puede cambiarse. Y sin querer, se empapan de “no”, de agujetazos de incapacidad y limitación. Y acaban aprendiendo, a base de soltar y encogerse de hombros que el mundo, dentro, tampoco puede cambiarse.

Y luego están los que contestan que sí. Gente viva, inconformistas hasta el tuétano. Luchadores de batallas, incansables, heroicos. Gente de “sí” que suma siempre, que nunca resta. Que mira la tierra desde el mismo suelo, con los ojos llenos de cielo. Gente que cree, que espera un mundo distinto. Quizá más inclusivo, más humano. Más tuyo y mío. Personas que viven cada lunes con espíritu de viernes, que se esfuerzan más allá de toda lógica. La gente de “sí” vive a base de una dieta de esperanza, de continuas apuestas imposibles. Son gente de manos rotas, desgastadas. Nunca les descansa el corazón. La gente del “sí” huele a aire limpio, a luz de primavera o de verano. Iluminan, tenuemente, a todos a quienes tocan. Los insuflan de luz y de sueños. Son gente de piel, de contacto. Y son gente dolida, de un dolor que solo conocen los del “sí”. El dolor de amar, de entregarse, de no guardarse nada dentro. Tocados y hundidos de heridas de corazón, de esas que abren nuevas puertas, que tienden nuevos puentes. De esas que escuecen, sí, pero a la vez renuevan la piel vieja por piel nueva. Gente de “sí” que crece al perderse, que se multiplica en la donación. Gente de levadura en la masa. Son mijitas de cambio, esta gente del sí.

Y los que no saben, los que no son de “sí”, o de “no”… Es que todavía no lo han entendido. Hay preguntas en la vida que tienen que ser contestadas con rotundidad. Sí o no. Lo demás, no sirve. O quizá nadie les haya hecho aún la pregunta.

 O no hayan comprendido que uno se juega el mundo de dentro cuando elige fuera en qué bando se posiciona. 

ibarranco

Madurar.

Hay, quizá, en la vida ciertos momentos en que uno se ve obligado a hacer balance. Quizá por costumbre social, por quedar bien o porque nos brota una melancolía filosófica.

El caso es que cuando uno come uvas en invierno o sopla velas sobre una tarta, el mecanismo este suele activarse.

Y aquí anda uno, a horcajadas sobre lo cotidiano y con los claroscuros de la introspección invadiendo los rincones.
De repente la vida se va volviendo seria, y los “veintipocos” se van convirtiendo en “veintipicos”. Y uno se ve más hecho, sin saber cómo.
Cómo se van cerrando etapas, sin que nos demos cuenta. La vida se escurre, como una mujer sin zapatos que se larga de la habitación. Y te deja dormido, ajeno y resacoso.

Y vas creciendo. Y te das cuenta de que maduras cuando prefieres quedarte los sábados en casa, o salimos a cenar y luego a dormir. Los botellones van desapareciendo entre brumas, y las cervezas ocupan el top ten de bebida. Las barbacoas los domingos destierran a las discotecas, y descubres que los planes de carroza empiezan a molarte: museos, rutas de tapas y otros terrenos dejan de estar vedados.
Empiezo a preguntarme que qué hago con mi vida, que qué futuro voy a dibujar. Que dónde, con quién y de qué forma.
El trabajo ocupa una parte central en la distribución de tu tiempo, y de repente eres responsable. Porque uno podía saltarse la clase de los viernes en la facultad si la cerveza del jueves se le iba de las manos. Pero no puede saltarse el trabajo del viernes. Ni tú ni tus colegas. “A las 12 en casa” ya no te lo dice papá ni mamá, sino una especie de Pepito Grillo tocapelotas que ha brotado en tu conciencia. Sucede cuando maduras.

Y uno pierde amigos. Que los pierde. Desaparecen, se marchan, se despreocupan. Y llegan nuevos. Y uno aprende que la vida es una marea, con sus propias normas. Uno puede navegarla, pero no dirigirla. Y deja de hacer un drama porque fulanito te hizo esto o no hizo aquello.
Madurar, sin darse cuenta. Uno se ve más alto, con más barriga, con menos pelo o menos vista. Pero por dentro seguimos iguales.

Soplar velas me pone melancólico, pero también me hace feliz. Me alegra comprobar que hay una parte de crío que sigue viviendo en mí. A veces lo dejo salir, y me da igual tener veintilargos que cuarentaimuchos. Madurar también es aprender a traer de vuelta a ese crío que llevamos injertado desde la infancia.

Y aprender a  ser río. El agua cambia, corre… pero el cauce que marca sigue siendo el mismo.
Y eso asusta, sí… pero también da tranquilidad.


Por mucho que uno crezca, en algunas cosas se sigue siendo el mismo.

ibarranco

"Escribe sobre mí alguna vez"

-Eh, escribe sobre mí alguna vez.
Me dijiste. No, no fuiste tú.

Fue tu boca.
Suave, cálida. Plena fruta de verano. Lluvia fresca sobre la tierra en sequía.
Lo pronunció tu boca, en consonantes frágiles, huidizas. Precarias como arcoíris brillantes en cada cielo nublado.
Fue tu boca, la de las razones infinitas. La de los hálitos de vida. Fue tu boca, la de rosas que se abren, orgásmicas, en las mañanas de abril.

Escribe sobre mí alguna vez.
Orden inocente, juguetona, aparentemente deshilachada de la realidad que vives.
Deseo que arraiga en mi mente, y no puedo parar desde entonces.
Nunca sabré como hablar de tus ojos. Infinitos. Suspicaces. Henchidos de luz.
Jamás sabré hacerles justicia a tus universos de sueños, que penden sobre ti –y más allá de ti –desprendidos del cielo abierto.

Ni a tus curvas, ni a la perfección de tus mejillas –nunca contemplé unos pómulos tan puros. Ni a tus andares de despreocupada sensualidad, ni a tus hombros. Delgada firmeza entre tanto ruido.
Jamás sabré hacerle justicia a todo el universo que habita dentro de ti. Ni a tus mareas, que poseen su luna propia, y su incomprensible vaivén de olas. Misterio para mí. Apenas sé sino sentarme a tus orillas, y esperar a que arribes.

Con tus flores, tus trinos de pájaro, tu manto de naturaleza y de mujer.

Esperar a que te des la vuelta, y repares en mí –pobre escritor balbuceante –y me estalles de infinito.
De todas tus flores.


Y de todas tus primaveras.

ibarranco

Nudos

A veces la vida se retuerce de tal forma que lo cerca se vuelve lejos y lo lejos se mete dentro, más dentro que la sangre.

Y la sangre se enfría, se enfada y se aleja,
y la carne ajena se vuelve sangre.

Y los días se suceden en años, y en esfuerzo, y en constancia.
Y hay años que desaparecen de balde,
y otros días que valen años. O valen vidas completas.

A veces la vida se anuda y se desanuda,
y nosotros no podemos hacer nada.
Solo agarrarla, sostenerla.

Como en la palma de la mano.

ibarranco